Aunque para Ortega y Gasset, Goethe, no sea santo de su devoción, este singular ejemplar alemán y europeo del XVII, al igual que los clásicos, nos ha dejado tanta metralla que sus obras, hoy, podrían equilibrar, dar sensatez y despejar las inoperancias e ideales de poca monta que se pasean por los pasillos desencantados del Parlamento Europeo en Bruselas. Más aún, su discípulo Eckermann también sigue brillando en pleno siglo XXI. Ambos, maestro y discípulo, no fueron hombres de su tiempo sino de todos los tiempos y para todas las épocas, legítimos miuras del pensamiento y de acción. Genuinos príncipes que tanto hoy necesitamos. Todos unos napoleones de la cultura europea. Los coloquios en Weimar supieron enaltecer con naturalidad otras grandes mentes como Humboldt, Schiller, Shlegel y el mismo Schopenhauer.
Gracias al abundante y exquisito material que nos han legado, podemos atisbar que el océano de la cultura es más vasto de lo que unos cuantos podcasts o vídeos pueden transmitirnos. Avanzamos hacia una cultura meramente visual y pasamos por alto que la inteligencia requiere rumiar y cavar, pastar gozosamente en los prados de la letra impresa. La vida intelectual se atiene a unos ritmos y a unas normas exigentes. En esas piezas de damasco y espejos, de Ilustración, se honraba la inteligencia sin distinciones o barreras, de modo que se hablaba con igual perspicacia y hondura tanto del último libro de Byron como de mineralogía, de Rubens y de los amoríos más recientes de la corte.
Quizá hayamos idealizado aquel tiempo de pelucas empolvadas y pliegos enciclopédicos y no fuera todo tan puro y espiritual como suponemos. Existían dogmas e inquisiciones, supersticiones y cadalsos y un lector aguerrido repara en que estas pláticas contienen, como todas, imposturas, recelos injustificados y prejuicios. Ahora bien, la atmósfera estaba atravesada por la genialidad. No puede ser casual que en un mismo momento de la historia tanta inteligencia se concentrara a en una esquina inopinada de Europa.
Una sola apreciación servirá para mostrar la altura del insigne Goethe: sus inquebrantables intereses científicos. Ni Fausto ni Werther: su logro más querido era, según confesión propia, la Teoría de los Colores, donde recoge intuiciones acerca de la percepción ópticas que se siguen dando por válidas. El verdadero talento es aquel que no sabe de fronteras disciplinarias ni se circunscribe humildemente a la especialización, sino el que ambiciona el todo.
La concepción sobre la naturaleza que poseía Goethe era muy parecida a la de Spinoza y llegaba al panteísmo. Detectaba una fuerza, un ímpetu creador que se apropiaba de los individuos, suscitando la oportunidad para que apareciese un gran hombre. De esa forma, ayudó a llamar la atención sobre ese lado más oculto, de índole espiritual, inmaterial, que mueve, como una energía perentoria parecida a la corporal, a hombres y naciones.
Hay una palabra que resume el credo goethiano: la acción. La defensa de la productividad en él no se refiere, sin embargo, a ese activismo vacío y banal consistente en hacer muchas cosas irrelevantes, un síntoma, por cierto, de la pereza, como siempre ha recordado la sabiduría eremítica, sino en la docilidad y diligencia hasta la llamada de lo alto, de lo noble, de bello.
Que todo lo que recoge Eckermann lo dijera realmente Goethe es algo accesorio, totalmente secundario. Lo que queda es el testimonio de un hombre y una época sin igual, enamorada del conocimiento y esperanzada con el devenir de la civilización y de la cultura. En nuestros pobres días, con una Europa cabizbaja y el legado de los grandes, el de Goethe y Erasmo, el de Aquino o Chateaubriand, recogiendo el polvo de la ignorancia, nos debe parecer un deber ineludible recordar su vitalismo y su imperecedera herencia.
MARIANO GALIÁN TUDELA