Opinión

Carnavaleando: participación ciudadana a ritmo multicolor

Ciudades y pueblos de España entera se prestan ya en días inminentes a disfrutar de sus Carnavales, lo que se dice saborear una apoteosis de exceso saludable, de frenesí, alegría, colorido, peña, comparsa o murga antepuestos a la austera y puritana Cuaresma de vigilia, pescado y límite por dogma mandado. Y es que nuestro Carnaval más inmediato es alimento frente a abstinencia, es reggaeton, salsa, rumba, techno music o melodía intensa similar antes que tambor y corneta.

Carnaval que alza su voz al son de soltura, desenfreno, explosión de bullicio, ambiente de camaradería vecinal, iniciativa de grupo desfilando sin asfixiante autoridad pero con el orden y concierto de cosa buena preparada con ilusión año a año.

Desobediencia, desacato, indiferencia a las preguntas carentes de contestación, libertad de elegir rompedor atuendo, banda sonora callejera en desbordante despliegue y compás.

Nuestro entorno más inmediato de pedanía, localidad o urbe se imbuye con primoroso amor en su Carnaval, lo exprime segundo a segundo con grato jugo de ambrosía porque la vida sin Carnaval es un cielo sin azul, una senda sin meta, un optimismo huérfano de risa,...

La piel de toro nacional se vuelca con su Carnaval porque quienes lo sacan adelante son aquellos mismos que se sienten y hacen pueblo, los que hacen de la participación ciudadana lo más vivo y espontáneo, vena imparable de pueblo en movimiento, que lo quieren como nadie por ser hijos y habitantes del mismo.

España es inconmensurable recinto carnavalero (sin antítesis que valga) porque en esta fiesta de los sentidos sus habitantes conectan con el andar de su propia vida, el palpitar que los lleva a ser ellos tal cual.

La riqueza del Carnaval reside en vender a precio popular su felicidad, en repartirla de manera igualitaria porque para carnavalear poco hace falta: un espíritu libre, un aire de fiesta, la música al viento, el arco iris en los tejidos de desfile y un corazón presto a hacer de la jarana el tic tac de la felicidad.

El Carnaval es excepcional por su sencillez de alma, de objetivos, es elemental porque es ímpetu desbordado que define más que todo un diccionario como rimero de palabras al uso corriente.

El Carnaval es un "te quiero" que, con baffles de megafonía de letras en candelero, es el mejor canto al gozo, la más grande serenata, piropos de charanga y chirigota en estas fechas de carnestolendas, de calles vez tras vez más llenas tanto de espectadores como de protagonistas en posición de limpio ataque para desterrar el llanto, el mal humor.

El Carnaval, ágora imparable de procesión irreverente e irónica, a lo largo de las últimas décadas ha cogido un poso de madurez y proyección, ha ido a más subiendo de valor y cotización para el propio y el foráneo y, como la Libertad y su hija la Democracia, hace de la calle el escenario para expresarse, vestirse, manifestarse al son poliédrico y multicromático de trajes y sintonías soberanamente elegidas.

Carnaval pautando el tiempo de emociones abiertas y anticipatorio de un despertar primaveral. Por mucho que corra el calendario de las estaciones, el Carnaval cada vez conquista más corazones propagando idealismos de todo jaez a la inmensa base de la calle libre.

Vestuarios, originalidad en formas, fondos y estéticas, agudeza, el arte en el no va más del gracejo de coreografías y escenarios son los principales requisitos para coger el pasaporte en veladas de víspera de desfile multicolor poniendo en solfa todo el salero del mundo en un Carnaval definido por el antropólogo y sobrino del célebre escritor universal Julio Caro Baroja como vástago de la Cuaresma. Antes de que la de Carnestolendas venga pugnando, empujando en el calendario de la litúrgica Pasión, el Carnaval se hace su lugar reinante al albur de tronos de transgresión, frescura e impertinencia, virtudes suficientemente profanas que en épocas pretéritas suponía su práctica de despendole y "arcoiris" una épica de muy señor mío.

Su esencia de diversión, su "vis" y alma cómica, su ausencia de rictus serio, acartonado, solemne, encopetado, grave en la pasmosa cotidianeidad, su espíritu abierto y participativo aglutinando en su democracia callejera al pueblo sencillo y auténtico, hacen del Carnaval indiscutible monumento vivo al talento, al ingenio, a la vida misma, a la vibrante mordacidad, a la realidad en sí del mundo terrenal.

Y es que el Carnaval es antídoto de conflictos, malos rollos, intolerancias, arbitrariedades,... Carnavalear es, por naturaleza, abrir al corazón de multitudes el saludable goce, la risa encogida por el frío invernal, la alegría de los sentidos,..., es la antítesis del tedio. Para imaginarlo con fino trazo, me quedo con esa definición que el Padre del Modernismo literario Rubén Darío hizo del Carnaval: "apuesta de máscaras, aire jovial, placer y risa de fiesta".

Juan José Ruiz Moñino

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Por María Beatriz Muñoz Ruiz