Opinión

Maduro, Pedro Sánchez y la política contemporánea

El sentido de mis letras...

En la actualidad, la política parece haberse convertido en un escenario donde la realidad queda oculta tras las palabras.

Cada vez es más común escuchar a líderes políticos pronunciar frases que desafían la lógica y el sentido común, confundiendo a los partidistas o menos informados y poniendo en riesgo la ya débil credibilidad de nuestras democracias. Un periodista escribió hace años que “el poder tiende a deformar los hechos en función de sus intereses”.

Esa afirmación se ha convertido en un retrato exacto de la realidad política actual. Oímos, con frecuencia, declaraciones de líderes que no sólo bordean lo ridículo, sino que desafían la lógica más elemental.

Cuando el presidente de un país no tiene reparo en afirmar que hay ciudades de su país que están en guerra -no por casualidad regidas por un partido político diferente al suyo- o cuando un Estado que vive una profunda crisis económica anuncia que “es rico”, la población de esa democracia no sólo recibe una mentira flagrante, sino también una clara señal sobre la mala salud del sistema político.

Nicolás Maduro, el fraudulento líder de Venezuela, ha afirmado públicamente que “Venezuela no es un país de hambruna” y que “tiene niveles muy altos de nutrientes y acceso a alimentos”.

Cuando contrastamos esa afirmación con la realidad de la huida masiva de venezolanos, la hiperinflación, el colapso económico y la caída del PIB, la frase parece una negación de la evidencia que sólo convence a los estómagos agradecidos o a los seguidores fanáticos, incapaces de ver la realidad que les rodea.

En vez de reconocer la crisis, presentar soluciones y animar al pueblo a luchar para conseguirlas, presenta su negación como si la prosperidad fuera una realidad alternativa.

La negación sistemática del hambre y la miseria ha sido su política más coherente : negar el colapso para perpetuar el poder. Pedro Sánchez no se queda atrás en el ridículo y vergüenza de sus afirmaciones. Pidió la expulsión de Israel del festival de Eurovisión argumentando que “no puede haber dobles estándares en la cultura”.

Vincular la participación de un país en un festival europeo con una situación geoestratégica compleja es una dramatización que apela a las emociones del público menos informado, buscando apoyo político.

Pero su cadena de contradicciones y mentiras es extensa. En 2015 enfatizó : “Con Bildu no vamos a pactar, si quiere se lo digo cinco veces o veinte durante la entrevista”.

En cuanto necesitó de sus apoyos, pactó dando explicaciones inverosímiles. En 2019 afirmó que “no dormiría por la noche” si pactaba con Podemos, y tras hacerlo, parece haber batido el récord de insomnio político.

También prometió traer a Puigdemont para rendir cuentas ante la justicia española y hasta hace poco negociaba con él desde Bruselas. En 2023, a menos de 48 horas de las Elecciones Generales, proclamó : “El independentismo pedía la amnistía y no la ha tenido”.

Poco después, cuando necesitó apoyos para seguir en la Moncloa, cambió su discurso : “hay que hacer de la necesidad virtud”.

Los líderes del “procés” debían ser amnistiados “en defensa de la convivencia”. La coherencia se convirtió así en una variable electoral.

La política contemporánea se ha vuelto un teatro en el que la realidad queda en segundo plano y el relato triunfa. La frase contundente, el titular viral y la afirmación grandilocuente se han vuelto más útiles que el análisis serio.

Pero, como ciudadanos responsables, deberíamos preguntarnos : ¿qué clase de política es esa que ridiculiza el sentido común? ¿Qué papel desempeñan los medios, los ciudadanos y los mecanismos de control cuando los líderes dicen lo inimaginable sin rendir cuentas por ello? El sentido común es el primer valor que la política sacrifica cuando se vuelve espectáculo, y en su lugar prosperan el cinismo, la posverdad y la emoción desatada.

El político que desafía la lógica no comete un error : ensaya una estrategia. El problema es que, cuando todos lo hacen, la ciudadanía acaba por aceptar la mentira como forma de normalidad.

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