Opinión

El proposito en la vida

Hace unos días, navegando por las redes sociales, me encontré con una frase que me hizo reflexionar profundamente:
"Nuestro principal propósito en esta vida es ayudar a otros. Y si no puedes ayudarles, al menos no les hagas daño."

Esta afirmación, tan sencilla, se convierte en un espejo en el que deberíamos mirarnos, especialmente en estos tiempos marcados por la individualidad, la ansiedad y una creciente desconexión emocional. Vivimos en una época en la que el ritmo acelerado de la vida, las obligaciones diarias y la constante presencia de la tecnología parecen alejarnos cada vez más de lo verdaderamente esencial: nuestra humanidad compartida.

Una sociedad cada vez más individualista

Es cierto que el individualismo no es un fenómeno nuevo. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos oscilado entre lo colectivo y lo individual, entre la cooperación y la competencia. Siempre ha existido un cierto grado de desconfianza, de autoprotección, de búsqueda del bienestar personal por encima del bienestar común. Sin embargo, en la actualidad, hay un factor que marca una diferencia sustancial con respecto a otras épocas: la tecnología.

Hoy en día, vivimos hiperconectados, pero más solos que nunca. A través de teléfonos inteligentes, redes sociales y múltiples plataformas digitales, podemos comunicarnos con personas al otro lado del mundo en cuestión de segundos, pero al mismo tiempo, somos incapaces de mirar a los ojos a quienes tenemos frente a nosotros. Se ha perdido —o al menos se ha debilitado— ese contacto genuino, cercano, humano, que antes formaba parte natural de nuestras relaciones cotidianas.

Antes, el encuentro cara a cara era inevitable. Las relaciones se daban en el contexto del contacto físico, de la presencia mutua, del lenguaje no verbal que decía más que las palabras. La ayuda, la empatía, el consuelo, eran ofrecidos directamente, de persona a persona. Se trataba de un vínculo real, palpable, tangible.

La era de las pantallas: ¿una barrera o un puente?

Hoy, sin embargo, incluso en una mesa familiar, los rostros están ocultos tras las pantallas. Los padres, los hijos, los hermanos, muchas veces comparten el mismo espacio físico, pero habitan mundos completamente distintos. Cada uno inmerso en su dispositivo, en su conversación virtual, en su burbuja digital. El acto de mirar a los ojos, de escuchar activamente, de percibir el estado emocional del otro, se ha vuelto cada vez más raro.

Basta con salir a la calle para comprobarlo. Personas caminando con el móvil en la mano, auriculares puestos, aisladas del entorno, desconectadas de los demás. Ya no se intercambian saludos, miradas, sonrisas. El “otro” ha dejado de ser una presencia significativa para convertirse, en muchos casos, en un obstáculo en nuestro camino o en un ente anónimo más. Esta pérdida de contacto humano está erosionando poco a poco nuestra capacidad de empatizar, de ser sensibles al dolor ajeno, de actuar con compasión.

Y, sin embargo, paradójicamente, cuando ocurre una tragedia colectiva —un desastre natural, un accidente, una crisis humanitaria—, algo profundo se activa en nosotros. Como si una fuerza interior dormida despertara. Surge la solidaridad, el deseo de ayudar, de tender la mano, de estar presentes. ¿Qué significa esto? Que no hemos perdido del todo nuestra esencia. Solo está adormecida, cubierta por las capas de la rutina, del ego, de la distracción tecnológica.

¿Somos distintos a generaciones pasadas?

Podría pensarse que hemos cambiado, que somos diferentes a los seres humanos de siglos anteriores. Pero no es del todo cierto. En lo esencial, seguimos siendo los mismos. Lo que ha cambiado son las condiciones del entorno, las herramientas que usamos, la forma en que interactuamos. La tecnología no es en sí misma ni buena ni mala. Es un instrumento, y depende de cómo la utilicemos.

Lo preocupante es que estas herramientas, que podrían habernos acercado más, están siendo usadas —en muchos casos— como barreras, como muros invisibles que nos separan. Se nos ha olvidado que nuestro propósito en esta vida no es acumular seguidores, likes o visualizaciones, sino construir vínculos reales, dejar una huella en el corazón de los demás, ofrecer consuelo, comprensión y apoyo. Ayudar, en definitiva.

Vivimos en un tiempo en que la soledad se ha vuelto una epidemia silenciosa. No por falta de personas, sino por la ausencia de conexión emocional auténtica. Nos rodean los mensajes, las notificaciones, las imágenes perfectas, pero ¿cuántas veces al día recibimos una mirada verdadera, una escucha atenta, un gesto sincero de afecto? Nuestra alma clama por cercanía, por sentido, por humanidad.

La ayuda como esencia de la existencia

En ese sentido, el propósito de la vida no es un misterio insondable. No necesitamos viajar al Tíbet ni leer decenas de libros filosóficos para encontrarlo. Basta con mirar a nuestro alrededor y preguntarnos: ¿cómo puedo contribuir al bienestar de los demás?

Ayudar no significa necesariamente hacer grandes hazañas. A veces, una palabra amable, una sonrisa, un gesto de respeto, pueden cambiarle el día a alguien. Un mensaje de aliento, un oído dispuesto a escuchar, una mano que se ofrece para levantar a quien ha caído. Todo eso es ayuda. Todo eso es amor en acción.

Nuestro verdadero propósito no está en lo que poseemos, ni en el reconocimiento social, ni en los logros profesionales. Está en cómo impactamos en la vida de otros seres humanos. En cuánta luz somos capaces de irradiar. En cuánto bien dejamos atrás a nuestro paso.

Somos islas, sí, pero islas que pueden tender puentes. Cada encuentro con otro ser humano es una oportunidad para crear comunidad, para construir humanidad, para sembrar esperanza. El propósito no es ser perfectos, ni siempre estar disponibles, ni salvar el mundo. Es, simplemente, no ser indiferentes.

La importancia de recuperar el contacto humano

Si queremos recuperar nuestra identidad más profunda, debemos volver a mirar. A mirar de verdad. A escuchar. A sentir. A conectar. Es urgente volver a dar valor al abrazo, al silencio compartido, al gesto de apoyo. Recordar que no somos pantallas, no somos perfiles digitales, no somos números de seguidores. Somos personas con historias, emociones, heridas y sueños.

En un mundo que nos invita constantemente al egoísmo, a la competencia, al aparentar, elegir ayudar es un acto revolucionario. Amar en tiempos de individualismo es una declaración de principios. Escuchar al otro con el corazón abierto es, quizá, uno de los mayores regalos que podemos ofrecer.

Una llamada al trabajo interior

Claro que todo esto no se logra de la noche a la mañana. Requiere un trabajo personal, una conciencia despierta, una voluntad firme de vivir desde el corazón. Requiere silencio, reflexión, humildad. Requiere preguntarnos cada día: ¿Estoy viviendo desde el amor o desde el miedo? ¿Desde la apertura o desde la defensa? ¿Estoy dispuesto a ser una fuente de luz para otros?

La respuesta puede ser compleja, porque todos llevamos heridas, miedos, egoísmos. Pero también llevamos dentro una fuerza inmensa: la capacidad de transformar, de construir, de amar. Y esa fuerza no caduca, no desaparece con la edad ni con las circunstancias. Está siempre ahí, esperando ser activada.

El propósito, más allá de lo material

Vivimos en un mundo que idolatra lo material, lo visible, lo cuantificable. Pero lo verdaderamente importante es, muchas veces, invisible a los ojos. El legado más profundo que podemos dejar no es una casa, una cuenta bancaria o un título académico. Es el recuerdo de nuestra bondad. Es la huella emocional que dejamos en quienes nos conocieron.

El propósito de nuestra vida no debe depender de lo que el mundo valora externamente, sino de lo que nuestro corazón sabe internamente. Lo material es pasajero. Lo espiritual, lo humano, lo emocional, es lo que permanece.

Por eso, cuando el ruido de afuera se hace insoportable, cuando nos sentimos perdidos o sin rumbo, es momento de volver a la fuente. De recordar quiénes somos. De reconectar con esa verdad sencilla, pero profunda: estamos aquí para ayudarnos unos a otros.

Y si no podemos ayudar —porque todos tenemos días difíciles, momentos de agotamiento, temporadas de oscuridad— al menos no dañemos. No juzguemos. No ignoremos el sufrimiento ajeno. La neutralidad, a veces, ya es una forma de compasión.

Una invitación a vivir con sentido

Así que esta es una invitación. A vivir con más sentido. A recuperar nuestra esencia. A usar la tecnología como herramienta, no como refugio. A mirar más allá de las pantallas y encontrarnos de nuevo como seres humanos.

Cada día es una nueva oportunidad para acercarnos a nuestro propósito. No importa la edad que tengamos, ni lo que hayamos hecho hasta ahora. Siempre se puede comenzar. Siempre se puede elegir una vida más plena, más auténtica, más generosa.

Ayudar a la humanidad a crecer en salud, en amor, en generosidad… Ese es el verdadero propósito. Lo demás, por valioso que sea, es secundario. Porque lo único que no se olvida, lo único que trasciende, es el amor que dimos y el bien que hicimos.

Con afecto

Miguel Cuartero.

Orientador Familiar

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“No hay mejor paz que la que uno mismo difunde e infunde a golpe de pulso, como fruto de la compasión vivida y de la amorosa pasión injertada”