Todos somos consumidores, y la mayoría, también trabajadores. De esta forma, nuestra perspectiva de la economía cambia si la miramos desde nuestra posición de compradores, o si lo hacemos desde la nuestra posición de productores, y esto es una contradicción que los políticos populistas de izquierda aprovechan para hacer sus ofertas electorales con graves consecuencias para el conjunto de la sociedad.
Como consumidores preferimos la libre competencia, los precios voluntariamente pactados, la libertad de empresa y la innovación que conlleva.
Los productos, o los servicios, suelen ser mejores, de mayor calidad y a precios más ajustados, con lo que mejora al conjunto de la sociedad.
Sin embargo, como trabajadores preferimos que la empresa donde se está empleado tenga poder de mercado, esto es, que actúe con alguna clase de protección o privilegio gubernamental en forma de regulación, y es lógico, ya que en competencia se trabaja más y se cobra lo justo, mientras que si esta competencia no existe los salarios pueden ser mayores y las condiciones de trabajo más benignas.
En líneas generales los empleos públicos, tanto de sus administraciones como de sus organismos y empresas, responden a esquemas de oferta con semblante de monopolio, y lo mismo sucede con aquellas empresas que operan en áreas fuertemente reguladas o intervenidas : en ambos casos los salarios son más elevados, con menores cargas laborales de todo tipo.
Ocurre, como decíamos, que en los sectores privados competitivos es en donde se produce la innovación y la ganancia de productividad, que se traduce en mejoras generales, mientras que en los monopolios no se produce ni una cosa ni otra, así que, mientras los primeros sean mayoritarios y los segundos minoritarios la economía puede avanzar, pero resulta que la gente se siente más identificada con su profesión que con su papel de consumidor.