¿Dónde se dirige un mundo que confunde felicidad con entretenimiento? ¿Dónde terminan quienes creen que la felicidad está en el brillo del escaparate de una tienda o en la barra de un bar?...
La industria del ocio, del consumo y de las redes sociales, aliadas en una estrategia común, tiene un exagerado interés en vendernos imágenes de felicidad asociadas al consumo de sustancias y productos, imponiendo una exigencia de éxito vinculada a una aprobación social que muy pocas personas alcanzan, y las que lo hacen, a un precio personal muy alto.
Ansiedad, depresión, esquizofrenia...
son palabras cada vez más utilizadas, pero con una gran carga de estigmatización, propia y social, una realidad que nos empeñamos en no querer ver.
La enfermedad o trastorno mental está ahí, y cada vez habrá más personas afectadas por ella, constituyendo una epidemia silenciosa para la que lamentablemente no hay recursos sanitarios, ni se prevén.
Al margen de las leyendas sobre la enfermedad mental, que pretenden tratarla como situaciones de la vida cotidiana mal llevadas (sal más, haz deporte, disfruta de las cosas pequeñas), el consejo más sensato es el de buscar ayuda, no una ayuda cualquiera, sino ayuda profesional.
Y ahí es donde los enfermos se encuentran con un conglomerado difícil de resolver, porque la respuesta sanitaria a la demanda de salud mental es insuficiente, careciendo de medios, personal y estrategias más efectivas tanto a nivel clínico como social.
Esta escasez de recursos, el riesgo de estigmatización y exclusión de las personas más vulnerables y el abuso evidente en la prescripción de psicofármacos que generan dependencia, deja a las personas que padecen una enfermedad solas y desvalidas ante el peligro de su propia existencia.
Levantan la voz y se alteran porque se les restringe el horario de actividades de ocio, o porque se les limita la movilidad, pero callan en una especie de complicidad frente a una práctica pública de la salud mental que les somete a un espacio de desesperanza y dependencia.