Opinión

La Huerta de las mil caras: un cuento de Navidad desde Murcia

Era Nochebuena en Murcia, la tierra de la huerta y el sol eterno, donde el agua vale más que el oro y los tomates viajan por el mundo mientras la gente trabaja por casi nada. Esta es la historia que nadie cuenta cuando habla del milagro hortofrutícola murciano.

La Familia del Boulevard: Los Martínez

El doctor Martínez salía del Hospital Virgen de la Arrixaca esa Nochebuena después de una guardia de 24 horas. Treinta años trabajando en la sanidad pública murciana y cada año era peor.

"Papá, ¿otra vez sin dormir?", le preguntó su hija Laura por videollamada desde Madrid, donde trabajaba como ingeniera porque en Murcia no encontró nada en su campo.

"Aquí se necesita, hija."

Y era verdad. Murcia tenía uno de los presupuestos sanitarios per cápita más bajos de España. La lista de espera quirúrgica superaba los 100 días de media. Algunos pacientes esperaban dos años para ciertas operaciones. Los médicos hacían milagros con recursos de limosna.

El Arrixaca atendía a toda la Región, pero estaba colapsado. Urgencias parecía una estación de tren en hora punta. Los profesionales huían a otras comunidades con mejores condiciones. Los que se quedaban trabajaban turnos imposibles.

Su mujer, profesora de instituto en Espinardo, preparaba la cena mientras corregía exámenes. Cuarenta alumnos por clase. Sin aire acondicionado funcional en un sitio donde el termómetro marca 40 grados en junio. Con libros de texto de hace diez años porque no había presupuesto para renovarlos.

"Este año he perdido a cinco alumnos", comentó en la cena.

"¿Se han cambiado de centro?"

"No. Han dejado de estudiar. Se han ido a trabajar al campo o a la hostelería. Las familias no pueden permitirse que sigan estudiando."

Su hijo mayor había conseguido plaza en la Universidad de Murcia, pero trabajaba de camarero por las tardes para pagarse los gastos. La matrícula había subido, las becas habían bajado. Estudiar era un lujo que muchos no podían permitirse.

La cena de los Martínez fue elegante: langostinos del Mar Menor (los pocos que quedaban vivos en ese mar moribundo), ensalada de la huerta, vino de Jumilla. Brindaron, pero había tristeza en el aire.

"¿Cuándo volverás a casa, Laura?", preguntó la madre.

"No lo sé, mamá. Aquí no hay trabajo en mi sector. Y si lo hay, pagan la mitad que en Madrid."

Murcia perdía talento como perdía agua: constantemente, sin remedio.

La Familia del Campo de Cartagena: Los García

Antonio conducía su furgoneta por los campos de Cartagena rumbo a casa. Nochebuena, pero él había trabajado hasta las seis de la tarde. Las lechugas no entienden de fiestas.

Agricultor de tercera generación, veía cómo su mundo se desmoronaba. El Mar Menor agonizaba por los nitratos, pero nadie hacía nada real. Las multas eran ridículas, los controles inexistentes. Seguían echando fertilizantes porque si no, no podías competir con los precios que pagaban las grandes superficies.

"Nos están matando", pensaba. El precio del tomate en origen: 0,40 euros el kilo. En el supermercado: 2,50 euros. Alguien se quedaba con la diferencia, y no era él.

Su mujer, Rosa, trabajaba en una conservera en Alcantarilla. Ocho horas de pie, cortando y envasando. Salario mínimo. Sin apenas derechos porque la contrataban por campañas. Cuando terminaba la temporada, al paro. Y vuelta a empezar.

Su hija estudiaba FP de Auxiliar de Enfermería. Había querido ser enfermera, pero no podían permitirse que estudiara cuatro años sin trabajar. La FP era más corta, más práctica, más barata.

"¿Y si pido una beca?", había insistido ella.

"Hija, las becas cada vez dan menos y piden más. Y luego trabajarás en el Arrixaca cobrando menos que en cualquier otra comunidad."

Era la verdad dura: Murcia pagaba a sus sanitarios entre los sueldos más bajos de España. Los recién graduados se marchaban a Madrid, Cataluña, País Vasco. La Región formaba profesionales para exportarlos.

La cena de los García fue abundante pero económica: pollo asado de oferta, ensalada de la propia huerta (lo único que no les costaba dinero), turrón del Lidl. Comida honesta de gente trabajadora.

Antonio pensaba en el futuro mientras cenaba. Las explotaciones pequeñas como la suya estaban desapareciendo. O te hacías grande, o te vendías a algún fondo de inversión, o te hundías. La huerta tradicional murciana, la de las acequias árabes y los cultivos familiares, era ya solo un museo para turistas.

"El año que viene será más duro", dijo en voz alta.

Su familia asintió en silencio. Todos lo sabían.

La Familia de El Palmar: Los Ramos

Carmen preparaba la cena en su casa de El Palmar con las ventanas cerradas. Fuera, el olor del Mar Menor era insoportable. El mar de su infancia, donde aprendió a nadar, donde su padre pescaba, estaba muerto.

Tres crisis de anoxia en los últimos años. Miles de peces muertos flotando. El agua verde, espesa, tóxica. Y nadie rendía cuentas.

Su marido había sido pescador. Ahora trabajaba de peón en la construcción porque en el Mar Menor ya no había nada que pescar. De ganar dignamente con su barca a sobrevivir con contratos temporales y salarios de miseria.

"¿Has ido al médico por ese dolor de espalda?", le preguntó Carmen.

"He pedido cita. Me la han dado para marzo."

Marzo. Tres meses de espera para el médico de cabecera. Y eso con suerte. Si necesitabas un especialista, podías esperar seis meses, un año. La sanidad murciana estaba rota.

Sus dos hijos jugaban en el salón, ajenos a todo. Carmen se preguntaba qué futuro les esperaba. ¿Qué trabajo habría en El Palmar cuando crecieran? El turismo estaba cayendo porque nadie quería bañarse en un mar muerto. La pesca había terminado. Solo quedaba emigrar.

Ella trabajaba limpiando casas. Cuatro horas aquí, tres allí. Sin contrato, sin derechos, sin seguridad. Doce euros la hora si tenía suerte. La economía sumergida de Murcia era enorme, todos lo sabían, nadie hacía nada.

Su hijo mayor, de 15 años, iba mal en el instituto. Clases masificadas, profesores desbordados, ningún apoyo extra. Carmen había pedido una tutoría pero le dijeron que el orientador solo venía dos días a la semana y estaba colapsado.

El fracaso escolar en Murcia era de los más altos de España. No porque los niños murcianos fueran tontos, sino porque el sistema no invertía en ellos.

La cena de los Ramos fue silenciosa. Pescado (irónico, comprado en Mercadona porque en el Mar Menor ya no se pescaba), patatas, ensalada. Los niños preguntaron si vendría Papá Noel.

"Claro que sí", mintió Carmen, sabiendo que este año los regalos serían pocos y baratos.

Después de acostar a los niños, Carmen y su marido salieron al pequeño patio. Desde ahí se veía la laguna oscura, muerta, oliendo a azufre.

"Nos han robado el futuro", dijo él.

Carmen no respondió. No hacía falta.

La Familia de los Invernaderos: Los Mamadou

Mamadou no celebraba la Navidad, pero esa noche trabajaba igual. En los invernaderos de Águilas no había días festivos. Los tomates crecían todos los días y había que recogerlos.

Había llegado desde Senegal hacía cinco años. Le prometieron papeles, trabajo digno, oportunidades. Encontró explotación.

Vivía en una chabola con otros ocho temporeros. Sin agua corriente, sin electricidad legal, sin condiciones. Pagaban 50 euros al mes cada uno a un casero que nunca daba la cara. Las ONG lo llamaban "asentamiento informal". Él lo llamaba infierno.

Trabajaba de sol a sol por 35 euros al día. Sin contrato escrito, sin seguridad social, sin nada. Si te lesionabas, a la calle. Si protestabas, a la calle. Si pedías tus derechos, a la calle.

Los tomates que él recogía llegaban a supermercados de toda Europa con sellos de calidad y sostenibilidad. Nadie preguntaba quién los había recogido ni en qué condiciones.

Había intentado ir al médico una vez. Tenía una infección. En el centro de salud le pidieron la tarjeta sanitaria. No tenía. Le dijeron que fuera a urgencias. En urgencias esperó cinco horas. Cuando le atendieron le dieron antibióticos y una mirada de lástima.

No había vuelto.

Su cena de Nochebuena fue arroz con lata de atún, compartida con sus compañeros. Después, alguien puso música africana en un móvil viejo. Bailaron un poco, para recordar que seguían vivos, que seguían siendo humanos.

Mamadou pensaba en sus hijos en Senegal. Les enviaba dinero cada mes, casi todo lo que ganaba. Ellos pensaban que estaba triunfando en Europa. No sabían que vivía peor que en su pueblo.

A las diez de la noche volvió al invernadero. Turno de noche. Alguien tenía que regar y vigilar las plantas. Dormiría cuatro horas cuando terminara, si tenía suerte.

Los tomates de Murcia alimentaban a Europa. Mamadou apenas podía alimentarse a sí mismo.

La Familia del Paro: Los López

Javier llevaba dos años en el paro. Había trabajado en la construcción hasta que el sector colapsó. Luego en la hostelería hasta que el COVID lo paró todo. Ahora enviaba currículums a todas partes y no le llamaba nadie.

Murcia tenía una de las tasas de paro más altas de España. Y la que tenían trabajo, muchos era precario, temporal, mal pagado.

Su mujer, Ana, trabajaba en un call center. Cuatro horas al día, contrato temporal renovado cada tres meses, siete euros la hora. No llegaban a fin de mes.

Vivían en casa de los padres de él porque no podían pagar un alquiler.. Los alquileres en Murcia habían subido un 40% en cinco años mientras los salarios se estancaban.

Su hijo de 8 años había empezado a llevar gafas. En la sanidad pública la cita con el oftalmólogo tardó cuatro meses. Las gafas las pagaron ellos: 200 euros que no tenían.

Ana tuvo que pedir un préstamo rápido. Todavía lo estaban pagando.

El niño necesitaba también un logopeda porque tenía problemas de pronunciación. En la sanidad pública no había. Les recomendaron uno privado: 50 euros la sesión, dos sesiones por semana.

"No podemos", dijo Javier.

"Tiene que ser", respondió Ana.

Recortaron en comida. Recortaron en todo. El niño iba al logopeda.

Esa Nochebuena, la cena de los López fue gracias a Cáritas. No era caridad, era supervivencia. Javier sintió vergüenza al recoger la cesta de comida, pero ¿qué podía hacer?

Habían trabajado toda su vida. Habían hecho todo bien. Y aun así, no podían darle a su hijo lo que necesitaba.

"El año que viene será mejor", dijo Ana sin convicción.

Javier asintió sin creerlo.

La Nochebuena del Espejo

A las doce de la noche, algo mágico sucedió en Murcia. Las cinco familias pudieron verse unas a otras.

El doctor Martínez vio a Mamadou viviendo en una chabola y entendió por qué muchos inmigrantes llegaban a urgencias solo cuando era cuestión de vida o muerte. Vio un sistema que los excluía incluso cuando los explotaba.

Antonio vio su propio futuro en la familia López. Sabía que una mala cosecha, un año malo, y estarían en la misma situación. La clase media murciana estaba a un accidente de la pobreza.

Carmen vio a Mamadou recogiendo los tomates que mataban su mar y sintió rabia. No contra él, sino contra un sistema que lo explotaba a él mientras destruía el Mar Menor, y nadie pagaba por ninguna de las dos cosas.

Mamadou vio la casa de los Martínez y no sintió envidia. Sintió incomprensión. ¿Cómo podía ser que en la misma región hubiera tanta diferencia? ¿Cómo podía ser que unos vivieran tan bien mientras otros no tenían ni agua corriente?

Los López vieron a todos y se sintieron en el medio. No tan desesperados como Mamadou, no tan estables como los Martínez, no tan vinculados a la tierra como Antonio y Carmen. Flotando en un limbo de precariedad, invisible para las estadísticas pero muy real para ellos.

La Verdad que Nadie Cuenta

Un narrador invisible habló a la Región dormida:

"Murcia, tierra de contrastes que ni siquiera quieres ver.

Produces el 25% de las frutas y hortalizas de España, pero tus trabajadores del campo viven en la miseria. Exportas tomates con sello de calidad mientras tus temporeros viven en chabolas.

Tienes una de las huertas más productivas de Europa, pero has matado el Mar Menor de pura codicia. Todos sabían lo que pasaba, nadie hizo nada hasta que fue demasiado tarde.

Tu sanidad está colapsada. Menos presupuesto per cápita que casi cualquier comunidad. Listas de espera interminables. Profesionales que huyen. Pero seguís votando a los mismos que os recortan los servicios.

Tu educación no da oportunidades reales. Clases masificadas, recursos mínimos, fracaso escolar altísimo. Tus jóvenes preparados se marchan porque aquí no hay futuro para ellos.

Tus salarios son de los más bajos de España. Tu precariedad laboral, de las más altas. Tu economía sumergida es enorme pero todo el mundo mira para otro lado.

Y lo peor, lo peor de todo, es que funciona. La huerta produce, los hoteles se llenan en verano, el dinero circula. El sistema funciona para unos pocos mientras explota a muchos.

Murcia, región rica con gente pobre. Paraíso turístico con mar muerto.. Huerta de Europa con agricultores arruinados.

La Región que se vende como el éxito del modelo, pero no cuenta el precio que pagan los que lo sostienen."

El Amanecer del 25

La mañana de Navidad llegó a Murcia con ese sol cegador que nunca falta.. 300 días de sol al año, decían los folletos turísticos. No mencionaban que ese sol calcinaba a los temporeros en los campos.

El doctor Martínez fue al hospital. Alguien tenía que estar.

Antonio salió a revisar los cultivos. Las plantas no descansan en Navidad..

Carmen miró el Mar Menor desde su ventana. Seguía muerto.

Mamadou se levantó a las seis. Los tomates no esperan.

Javier abrió el ordenador para seguir enviando currículums. El paro no descansa.

Cinco familias, una región, mil injusticias.

Y la historia continuaba, porque en Murcia las contradicciones no se resuelven, se normalizan. Se convierten en paisaje. Se heredan de generación en generación como se hereda la tierra seca y el sol implacable.

FIN

Jose  Antonio Carbonell Buzzian 

Noticias de Opinión

Moisés Palmero Aranda

“Nos acompañan tantas injusticias, que necesitamos la fuerza del amor, para que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación”