He de reconocer que mi candidato ideal, hace ya algunos años, para presidir el gobierno de esta nación —vilipendiada y vencida por sus propios nativos— era Casado. Pensé, y lo sigo haciendo, con muchos matices en los últimos tiempos, que podría completar el grupo de jóvenes políticos llamados a desempeñar un papel esencial una vez desaparecidas figuras demasiado cercanas al franquismo y a la transición. Esta nació con ciertas lacras o desavenencias atenuadas por necesidades democráticas. El pueblo, amén de abrir un régimen monárquico, ansiaba experimentar el sistema donde libertad individual y sometimiento a las leyes fuera norma generalizada. Aquellos políticos aceptaron vicios originales, ignoro si por comodidad o intereses bastardos relativos a arribismos adscritos al nuevo momento histórico.
Yo, próximo a cumplir setenta y ocho años, no voy a hacer ningún panegírico de la juventud que acumula virtudes y errores a partes iguales. Tampoco tengo proyectado realizar el típico enfrentamiento entre vigor y sabiduría. Asimismo, renuncio a exponer denuncias o juicios severos a políticos por razones cronológicas, bien por exceso, bien por defecto. Creo que la intensidad emocional o la serena reflexión aisladas, fuera de toda interacción, sirven de freno más que de acicate. Otros escenarios comparten juventud y madurez (incluso vejez) corroborando cosechas extraordinarias. Quizás la música, junto al toreo o la ciencia, consiga una armonía especial, envidiable, sublime. El liderazgo puede exigir fortaleza física, pero dejar todo a sus expensas termina por confundir, a menudo, el Congreso con un ring boxístico.
Sugerir la fortaleza corpórea condición sustantiva para consolidar una autoridad duradera resulta tan hipócritamente falso que si lo hiciéramos en exclusiva con la prudencia o el crédito rancio. De igual forma, cimentar liderazgos sobre individuos populistas o demagogos suele terminar (según un dicho popular) como el rosario de la aurora. Reconozco cuánta dificultad entraña conseguir dirigentes que consigan no ya el gobierno sino merecer la plena anuencia colectiva del personal y, sobre todo, de quienes ocupan el segundo nivel. Llegar al poder deleita egos individuales, pero —y aquí reside el problema de las democracias corruptas— solo se mantiene repartiendo privilegios abusivos a los afines mientras el ciudadano costea tales voracidades. Este contexto, que viene de lejos, constituye un hándicap para Casado en breve; letal si no lo corrigiera a futuro.
Como he dicho, Casado era tiempo atrás mi caballo ganador a presidir el PP. Testarudo, conseguí lo que suponía predicción patente (desde mi punto de vista) porque conjeturar cualquier otro resultado pareciera difícil e ilógico. Sin embargo, tiempo y aconteceres varios me han hecho reflexionar con rigor y ya no alimento nada incontestable. Existen yerros atribuibles al partido; sin perjuicio de que él, por fas o por nefas, tenga saldo o complicidad notables. El PP sigue sometido a viejos complejos que capitalizan la izquierda (extrema, cuando desapareció aquella contención de los primeros tiempos) y el independentismo divergente, iconoclasta. Hay un miedo cerval a que cualquier rival incruste en ellos el epíteto “facha” o “fascista”. Cierto que la conciencia social considera irrefutable el apelativo, pero su silencio encubridor favorece una confesión certera.
Recuerdo a Cayetana Álvarez de Toledo en tiempos de Rajoy. Destacada, belicosa, liberal, rebelde, fue rechazada por declaraciones punzantes contra la estrategia del presidente, luego proféticas. Casado defendió su elección de portavoz en el Parlamento para luego, una vez asentada su falsa firmeza, desear incluso que dejara el acta de diputada. Ignoro si intervino un García Egea meticuloso, timorato, o el propio Casado abrumado por manifestaciones ¿tóxicas? de Feijoo y Juan Manuel Moreno, “médicos a palos”. El gallego, con gesta postiza ya que aquella Comunidad lleva votando varias legislaturas al PP sin reparar cual sea candidato. El andaluz, porque los frutos maduros caen por su propio peso. Ambos, tienen escasa entidad si quisiesen desbancar a su presidente en una aventura disparatada, irreflexiva, de limitado éxito. Conformaría un motín cuyos ingredientes básicos serían los complejos, digo.
La colosal, peregrina, impertinencia cometida por Casado durante la moción de censura presentada por Vox supera lo imaginado por el novelista más agudo. Aquel enfrentamiento personal, innecesario, despreciativo, satisfizo como nunca a un Sánchez tan incrédulo como muchos españoles que contemplaban la escena con ojos desorbitados. Fue un espectáculo lamentable por la forma y por el contenido. Ahí dilapidó Casado parte de su capital político, bastante maltrecho al mostrar desde el inicio un carácter débil, contemporizador, incluso con Sánchez. Además, pecó de pobre estratega porque si quiere ser el próximo presidente necesita, sin otra expectativa, los diputados de Vox. Su forma de hacer amigos es bastante precaria, tal vez mal influenciado por quienes esperan una ruptura a fin de seguir ostentando un poder que no merecen; menos, si encima resultan funestos para el país.
Ayuso, aparte de demostrar que formas bruscas y fondo social pueden conseguir objetivos inesperados, reavivó a un Casado con respiración asistida. Una persona tenaz, segura, pudo vencer las enormes dificultades que puso en su contra Sánchez, el gobierno y —de forma hostil, radical, estentórea—medios junto a tertulianos satélites. Casado tiene un modelo incuestionable que no va a seguir porque le falta temple, indicativo de insustancialidad para presidir el gobierno de España. Ayuso no es cismática, pues posee principios arraigados entre los que destacan lealtad y modestia, amén de disciplina monacal. Por suerte, Casado carece de repuesto a vista de pájaro, pero debe asumir un cambio consistente que granjee seguridad y posibilite esperanza en un futuro bajo su batuta, al menos sincera, justa, correctora de pasados errores.
¿Entonces? Depende de los próximos movimientos. Sánchez quiere su rendición ante el CGPJ y dicen las malas lenguas que para diciembre puede conseguirlo. Si así fuera, el castañazo de Casado marcaría época. Sabemos que los medios adscritos al poder destinarán varias portadas encomiando la moderación y sensatez del líder opositor cuando escruten un plácet que le resultará letal. Pese a sus declaraciones, el ensalzamiento del personaje por los medios opositores hinchan cualquier prurito excéntrico, incluso paradójico. He ahí la contrariedad. Desconfío del sentimiento buenista que pueden exhibir idealistas extemporáneos o pusilánimes. Pese a mis dudas, y valorando las opciones utilizables, le doy cierto margen de confianza. Una legislatura; luego, veremos.