Opinión

El espejo roto: cuando olvidamos que somos la misma especie

Hay una pregunta incómoda que deberíamos hacernos cada mañana: ¿en qué momento decidimos que algunos seres humanos valen menos que otros?

No ocurrió de golpe. Nunca ocurre así. Fue un comentario aquí, una generalización allá, un chiste que "no era para tanto", una política que "solo protegía nuestros intereses". Y de repente, sin darnos cuenta, normalizamos lo intolerable.

Pero déjame contarte algo que pasó la semana pasada en una ciudad cualquiera de Europa. Una mujer de 67 años, profesora jubilada, cruzó la calle para evitar pasar junto a un hombre con acento árabe que pedía indicaciones. Esa misma noche, cenando con su familia, comentó preocupada sobre "la invasión" que estaba sufriendo su barrio. Su nieta, de 8 años, la escuchaba atentamente. Al día siguiente, en el colegio, esa niña se negó a sentarse junto a su nuevo compañero marroquí.

Así de simple. Así de devastador. El odio no necesita ejércitos ni discursos encendidos. Solo necesita que se lo transmita, generación tras generación, como si fuera sentido común.

La comodidad de tener un enemigo

Piénsalo por un momento: ¿cuándo fue la última vez que escuchaste a un político asumir responsabilidad real por un problema complejo? Es más fácil señalar. "Ellos" nos quitan el trabajo. "Ellos" son una amenaza cultural. "Ellos" no son como nosotros.

En Hungría, un alcalde instaló altavoces en su pueblo que emiten sonidos de cerdos cada vez que pasa un autobús con refugiados. En Italia, hay playas con carteles que dicen "solo europeos". En Estados Unidos, niños migrantes fueron separados de sus padres y algunos nunca los volvieron a encontrar. No porque se perdieran los registros por accidente. Porque nadie consideró prioritario mantenerlos.

Esto no es historia antigua. Es el periódico de hoy.

Pero aquí está la trampa: cada vez que aceptamos ese "ellos" sin cuestionarlo, estamos eligiendo la versión más simple y cobarde de entender el mundo. Porque enfrentar que la crisis económica tiene raíces en sistemas financieros complejos es difícil. Que la inseguridad surge de desigualdades profundas, requiere análisis. Que el mundo cambia y debemos adaptarnos, asusta.

Es infinitamente más cómodo tener un rostro al cual culpar. Preferiblemente uno que hable diferente, rece diferente, o venga de otro lugar.

Los nombres que ya no recordamos

Aylan Kurdi tenía 3 años cuando su cuerpo apareció en una playa turca en 2015. La foto dio la vuelta al mundo. Hubo indignación, lágrimas, promesas de cambio. Duró una semana. Luego volvimos a nuestras vidas. Aylan se convirtió en estadística.

Pero había miles como él. Alan Henning, un taxista británico que fue a Siria a entregar ayuda humanitaria y fue decapitado. Mamoudou Gassama, el joven maliense que trepó cuatro pisos en París para salvar a un niño que colgaba de un balcón —le llamaron héroe, le dieron la nacionalidad, y aun así hay franceses que dicen que "su tipo" debería volver a África.

Maria, una ingeniera venezolana que en su país operaba maquinaria pesada y en Madrid limpia casas por 5 euros la hora mientras escucha cómo sus empleadoras comentan que "estas sudacas son todas iguales". No te diré su apellido porque aún vive con miedo a ser deportada.

Estos no son personajes de una película. Son personas reales. Con nombres.. Con historias. Con familias que los aman exactamente igual que tú amas a los tuyos.

¿Cuántos nombres más necesitamos olvidar antes de darnos cuenta de lo que nos estamos convirtiendo?

La pregunta que deberíamos hacernos

¿Y nosotros? ¿Los que no vociferamos en mítines ni publicamos mensajes de odio? ¿Somos inocentes?

Cuando escuchamos un comentario racista en la comida familiar y optamos por el silencio incómodo en lugar de la confrontación. Cuando compartimos información sin verificar porque confirma nuestros prejuicios. Cuando asumimos que "algo habrá hecho" cuando vemos a la policía detener a alguien de cierta apariencia. Cuando cruzamos de acera.

Nuestra complicidad no requiere odio activo. Basta con la indiferencia.

Un estudio reciente reveló algo escalofriante: se mostró a voluntarios imágenes de personas de diferentes etnias sintiendo dolor. Los escáneres cerebrales mostraron que la empatía —esa chispa neuronal que nos hace sentir el dolor ajeno— se activaba menos cuando la persona era de otra raza. No porque fueran racistas declarados. Simplemente porque habían sido condicionados, lenta y silenciosamente, a ver al "otro" como menos humano.

Nos estamos desconectando. Literalmente. A nivel neurológico.

El experimento mental

Hagamos un ejercicio. Imagina que mañana despiertas en un país en guerra, sin recursos, con tu familia en peligro. Decides huir. Caminas semanas, cruzas fronteras, gastas tus últimos ahorros. Llegas a un lugar donde crees que podrás empezar de nuevo.

Y ahí, la gente te mira con desprecio. Te llaman "invasor". Políticos hacen campaña prometiendo echarte. En redes sociales, personas que nunca te han visto dicen que eres un criminal, un parásito, una amenaza.

No es ficción. Pregúntale a Ahmad, cirujano sirio que ahora lava platos en Berlín. Pregúntale a Fatima, que era profesora en Kabul y ahora vive en un contenedor en un campo de refugiados griego, donde ha sido violada dos veces y las autoridades le dijeron que "no pueden hacer nada".

¿Cómo te sentirías? ¿Qué pensarías de esa sociedad? ¿De su "humanidad"?

Ahora vuelve a tu realidad. ¿Has pensado así de alguien? ¿Has justificado que otros lo piensen?

¿Ves lo fácil que es estar del lado equivocado de la historia sin siquiera darte cuenta?

La historia que no queremos recordar

Mi abuelo vivió en la Alemania nazi. No era nazi. Era "una buena persona". Trabajaba, amaba a su familia, iba a la iglesia. Cuando los vecinos judíos desaparecieron, se dijo a sí mismo que "no era asunto suyo". Que "algo habrían hecho". Que "exageraban".

Murió en 1989, y hasta su último día no pudo mirarme a los ojos cuando le preguntaba por aquellos años. No porque fuera un monstruo. Sino porque tuvo que vivir sabiendo que cuando la humanidad de otros fue puesta a prueba, él eligió mirar hacia otro lado.

No era el único. Millones como él funcionaron como engranajes silenciosos de una máquina de muerte. No porque fueran malvados, sino porque era más fácil no cuestionar, no involucrarse, no arriesgar su comodidad.

Hace menos de un siglo, campos de concentración funcionaban en Europa mientras ciudadanos "de bien" miraban hacia otro lado. "No sabíamos", dijeron después. Pero sí sabían. Simplemente eligieron no ver.

Antes de eso, la esclavitud era legal y moralmente aceptable para millones. Ministros cristianos la justificaban con versículos bíblicos. Científicos "probaban" la inferioridad de ciertas razas. Familias enteras prosperaban con el trabajo forzado de seres humanos encadenados.

Antes aún, el genocidio de pueblos indígenas se justificaba como "civilización". Como "progreso". Como "destino manifiesto".

¿Qué tenían en común todos esos momentos oscuros? Personas normales, como tú y como yo, que aceptaron que ciertos humanos eran menos humanos.. Que creyeron que su grupo, su raza, su nación, era superior. Que eligieron la comodidad del prejuicio sobre la incomodidad de la empatía.

La historia no los juzga con amabilidad. ¿Cómo nos juzgará a nosotros?

El verdadero naufragio

En 2023, un barco con 750 personas naufragó frente a las costas de Grecia.. Había niños a bordo. La guardia costera griega sabía. Pasaron horas sin actuar. Cuando finalmente se hundió, 600 personas murieron. Las investigaciones revelaron que podrían haberse salvado. Pero había órdenes de "no fomentar las llegadas".

Eso es lo que se hunde: nuestra capacidad de ver a un niño ahogándose y pensar primero en "políticas migratorias" en lugar de en salvarlo.

Decimos que el mundo se va a pique, pero ¿qué es exactamente lo que se hunde? No es el planeta. No son las instituciones solamente. Es algo más fundamental: nuestra capacidad de reconocernos en el otro.

Un niño sirio ahogado en una playa del Mediterráneo no genera menos dolor en su madre que el que sentirías tú. Un joven afrodescendiente detenido injustamente siente la misma humillación que sentirías tú. Una familia migrante separada en una frontera experimenta el mismo terror que experimentarías tú.

Esa verdad simple, obvia, fundamental, es la que estamos perdiendo. Y con ella, perdemos todo lo que nos hace verdaderamente humanos.

La elección

Aquí está lo más inquietante de todo: esto no es algo que "ellos" los políticos, los extremistas, los otros nos están haciendo. Somos nosotros. Cada vez que elegimos el silencio, cada vez que repetimos estereotipos, cada vez que miramos hacia otro lado, estamos construyendo este mundo.

La semana pasada, un partido político en los Países Bajos ganó las elecciones con una plataforma explícitamente islamófoba. En Italia, el gobierno cerró puertos a barcos de rescate. En Reino Unido, el plan es deportar solicitantes de asilo a Ruanda. En Estados Unidos, un expresidente prometió "la mayor deportación de la historia" y millones lo aplaudieron.

No estamos hablando de regímenes autoritarios lejanos. Estamos hablando de democracias occidentales. De países que presumen de valores humanitarios. De sociedades que dicen haber aprendido de la historia.

Y aun así, aquí estamos.

Pero también significa que podemos construir uno diferente.

No con grandes gestos heroicos necesariamente. Sino con la valentía de cuestionar nuestros propios prejuicios. De confrontar el discurso de odio cuando lo escuchamos. De elegir la complejidad sobre la simplicidad cómoda. De recordar, cada día, que no existe "ellos" y "nosotros". Solo existe nosotros.

La pregunta final

Dentro de cincuenta años, cuando tus nietos estudien este momento histórico en la escuela, cuando lean sobre las políticas migratorias, los discursos xenófobos, los crímenes de odio, las muertes en el Mediterráneo que pudieron evitarse, ¿qué querrás decirles que hiciste tú?

¿Querrás decirles que miraste hacia otro lado porque era más cómodo? ¿Qué repetiste lo que decían todos? ¿Qué "no era tan grave"?

¿O querrás decirles que, en un momento donde la humanidad parecía opcional, tú elegiste mantener la tuya intacta?

La respuesta a esa pregunta se escribe ahora. En cada conversación. En cada elección. En cada momento donde decidimos si el otro importa o no.

Porque aquí está la verdad que nadie quiere decir en voz alta: no somos mejores que nuestros abuelos que vivieron las atrocidades del siglo XX. No somos más sabios, ni más morales, ni más conscientes. Simplemente vivimos en un momento diferente.

Y ese momento nos está haciendo la misma pregunta que les hizo a ellos: ¿De qué lado de la historia vas a estar?

Cada día que pasa sin que actuemos, cada injusticia que presenciamos sin alzar la voz, cada ser humano cuyo sufrimiento normalizamos, es un día más en que elegimos el lado equivocado.

Y quizás, solo quizás, si suficientes personas eligen la respuesta correcta, el mundo no tiene por qué hundirse después de todo.

La pregunta es: ¿qué eliges tú?

Porque esta vez, cuando tus nietos pregunten, no podrás decir que no sabías. Ahora sabes. Todos sabemos.

¿Y ahora qué?

Jose Carbonell Buzzian

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