En una sala de mármol y luces cálidas, los líderes del mundo brindan. El vino, servido en copas de cristal, tiñe sus labios mientras sonríen, estrechan manos y reparten promesas vacías. Sus palabras resuenan como tambores de guerra, pero no hay sangre en sus trajes impecables. No verán los escombros, ni los cuerpos atrapados bajo ellos. No escucharán el llanto de los niños ni el grito desesperado de quienes lo han perdido todo. Desde sus mesas adornadas con banquetes exquisitos, contemplan el mundo como un tablero de ajedrez. Y mueven sus piezas.
A miles de kilómetros, la tierra tiembla, no es un terremoto ni una tormenta, sino bombas cayendo con la precisión de quien ya no distingue entre vidas humanas y objetos estratégicos. Los cielos se ennegrecen con el humo de ciudades arrasadas, los ríos se tiñen de rojo, y en las calles, aquellos que aún respiran caminan entre cenizas, preguntándose cuánto más resistirá su mundo antes de colapsar por completo.
Pero nada de eso es nuevo. La historia ha sido escrita con las mismas manos que hoy firman acuerdos de muerte disfrazados de tratados de paz. Las potencias, con su maquinaria de guerra y su economía voraz, no busca justicia ni estabilidad: buscan poseer, controlar, expandirse, devorar lo que no es suyo hasta dejarlo en los huesos. Sus discursos hablan de libertad y democracia, pero sus actos siembran ruinas y miseria.
Lo más aterrador no es solo la barbarie de quienes gobiernan con puño de hierro o sonrisa hipócrita, sino la complicidad silenciosa del resto del mundo. Los que podrían detener la masacre no lo hacen. Los que podrían alzar la voz miran hacia otro lado. Y los pueblos, asfixiados por la rutina de su propia supervivencia, ven pasar las noticias como si fueran parte de una historia ajena.
Mientras unos saquean territorios y otros acumulan fortunas con la sangre ajena, los verdaderos dueños del mundo, los pueblos, la gente común son despojados de todo. No solo de su tierra, sino de su futuro. La educación se vuelve un privilegio, la salud un negocio, la vida misma una mercancía con precio fluctuante en los mercados de la ambición.
Ya no es necesario invadir con ejércitos para conquistar un país. La guerra económica es silenciosa y letal. La deuda como arma, el hambre como estrategia, la dependencia como grillete. No hace falta destruir con bombas cuando se puede doblegar con miseria. Cada día que pasa, el mundo pierde algo irrecuperable. Tierras devastadas, culturas borradas, generaciones sin futuro. Nos acostumbramos al horror como si fuera parte del paisaje. Pero la barbarie no tiene límites cuando se encuentra resistencia. Y si no hay resistencia, ¿Qué quedará en pie cuando el festín de los poderosos haya devorado hasta la última migaja del mundo?
La pregunta no es cuánto poder más pueden acumular, sino cuánto más estamos dispuestos a perder antes de despertar del letargo.
CONCHI BASILIO