Está visto que no evolucionamos mar adentro, continuamos sin abandonar el camino de la arrogancia y el oleaje comunitario no puede ser más violento, porque no hemos renunciado aún al estilo agresivo en el que nos movemos, en vez de adoptar una dócil corriente de entendimiento entre análogos. La necedad en las relaciones humanas es nuestro mayor tormento, a lo que hay que sumar la persistente falsedad que nos sacude en lugar de la fuerza de la verdad contra todo abuso, que es lo que nos asegura un futuro más decente para todos. Desde luego, si en verdad queremos poner remedio a este cúmulo de sablazos que nos lanzamos unos contra otros, ya sean los materiales como el hambre y las injusticias, o las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar, tenemos que ponernos a cultivar el amor con los brazos extendidos y el corazón ha de estar en guardia, para poder auxiliar a esa multitud de personas desfavorecidas por sistemas corruptos e inhumanos. Ahora bien, a pesar de todas estas sinrazones, la mayor razón radica en reconocerse como pulso conciliador y pausa reconciliadora. Una ciudadanía que quiere revancha, guarda sus heridas abiertas y no avanza hacia la paz, porque lo que resguarda es venganza.
Ciertamente, a poco que exploremos los espacios terrestres, veremos que hay multitud de personas que muestran una fuerza grande por sobrevivir, en medio de tantas crueldades vertidas, con una inseguridad manifiesta en refugios improvisados, rodeados de escombros y aires injustos. Tenemos que entrar en sanación, ante este continuo desgarre, sino queremos caer en el naufragio de la civilización; puesto que todos estamos bajo un mismo techo. Hay que fraternizarse; y, para ello, es menester cambiar de paso, ser personas acogedoras, que saben escuchar, comprender, acompañar y también estar junto con otros moradores para compartir, para llevar unidos el peso de las cruces. Sin duda, esto ayuda a cicatrizar las heridas. En efecto, aquí está el futuro de la humanidad, en esa donación y en ese servicio incondicional, que es lo que en realidad refuerza el tejido de la amistad social y la cultura del encuentro, atmósfera fundamental para hermanarse. De entrada, no tengo derecho a decir o hacer nada que empequeñezca a un ser humano, la decencia nos la merecemos todos, hasta el extremo que fusilar un latido es un crimen contra su dignidad.
Por otra parte, es el momento de actuar para proteger la salud humana y del planeta de los nuevos retos ambientales y tecnológicos, a fin de no repetir errores del pasado. Quizás tengamos que repensar mucho más sobre la realidad diversa que nos circunda, serenar la rapidez del cambio en contextos de turbulencias geopolíticas, respirar hondo para no desviarnos de rumbo, siendo más contemplativos que vigilantes de un desarrollo económico que continuamente nos domina con su poderío monetario, del tanto tienes/tanto vales. En cualquier caso, no nos dejemos contagiar por la lógica perversa, centrémonos en la concordia, como objetivo central de nuestra acción personal, a todos los niveles. Quizás nuestra misión actual, deba ser desactivar el aluvión de conflictos con el arma del diálogo. Promover, favorecer y aceptar negociaciones, siempre será una medida sabia para ahuyentar los trances que nos dividen y separan. Por eso, el individuo pensante no es un mero animal que vive para sí, sino que es como un hogar en conjunción de palpitaciones, la forma más nívea de la cordialidad mundana y el fondo menos frívolo de la naturalidad mística.
Además, sí a una inteligencia Artificial carente de una base ética hemos de temerle, también a un ser humano a quien no le conmueve el acorde de los ecos cadenciosos, es capaz de toda clase de traiciones, artificios y perversiones. En lugar de acribillarnos, pues, tenemos que aprender a querernos. Porque ningún ciudadano se vale por sí mismo, o es algo completo para sí, requiere de la correspondencia de sus semejantes, para formar y conformar la hazaña vivencial completa. Escuchar el grito de los excluidos que resuena en nuestro interior, dejarse sorprender por el desconsuelo ajeno, solidarizarnos con sus llagas, no sólo nos hace participar en la construcción de un orbe más vinculante, sino que también nos fortalece para acelerar la instauración de otro cosmos más despejado y menos horrorizado. En consecuencia, es el momento de abrirnos camino, de trabajar conjuntos en la construcción de una auténtica cultura de la paz y de la vida. Al fin y al cabo, las heridas que te origina quien dice amarte, son preferibles a los abrazos engañadores de quien nos odia. Nos toca, sin duda, crear otra realidad. Y al fin, y para siempre, recrearnos despojados de la ingratitud, de la soberbia y de la envidia. Dicho queda.
Víctor CORCOBA HERRERO/ Escritor