Opinión

Derroche y pobreza

Derroche, pobreza, miseria y otras similares siempre han ido de la mano en nuestro país pero a fecha de hoy han subido una escalada más que insoportable. Hasta cierto punto, es natural que frente a esta humareda miremos al Estado a ver qué saca de la chistera, pero andas bastante equivocado si sólo miras con ojos de compasión. Lorca con su terremoto y La Palma con su volcán te pueden hablar al oído de las promesas que se han ido dando aquí o allá y ahí estamos. Estos experimentos se han ensayado más de una vez y por lo general han fracasado; han podido más los vecinos y ONG que el mismo Estado. Pero al Estado le corresponde el deber de buscar la Justicia Social y, otra cosa es si lo quiere o no realizar. Un tema es dar a cada uno lo suyo y otra quitarle a uno lo suyo para dárselo a otro. Esto último, que yo sepa, sólo lo puede hacer para conmigo y no nos olvidemos que no se puede ser generoso por decreto ley ni a golpe de legislación.

Erradicar la pobreza sí es parte de la Justicia Social, aunque se trate por lo visto, de un objetivo difícil de realizar. Hemos de tener la impresión de que al Estado, al menos como le conocemos, hemos de pedirle antes que otra cosa que deje de contribuir al aumento de la miseria no creando riqueza, pues más bien la consume, cuando no la malgasta o la derrocha. Sabemos de cierto que la verdad no es demagógica y, los gobiernos que atisbamos son generalmente una máquina de generar miseria más que combatirla. La ideología no alivia el hambre.

Ante la gravedad de lo que nos está sucediendo nos provoca escándalo contemplar cómo se gasta el dinero público, dejando a un lado la dura corrupción. En estas condiciones, deberíamos crear una magistratura independiente de la clase política encargada de vetar todas las partidas presupuestarias innecesarias, tanto nocivas como injustas. Entonces veríamos claro que no hemos de recurrir al déficit público, como pretenden unos y otros, sino al ahorro. Lo cierto es que el Estado dedica muy poco a lo que cabría de calificar, en propiedad, como gasto social. Otra cosa es el gasto socialista, porque lo de los despachos, coches y viajes no es cosa de demagogia, sino de inmoralidad. Los Populares de la Región de Murcia, por lo visto, tampoco se quedan cortos, aunque lo hacen con más sigilo y con guante blanco.

Quienes van sucumbiendo entre nosotros, no en tierras lejanas, a la miseria no son aliviados por el Gobierno, sino por instituciones privadas y, muy especialmente por la Iglesia católica. Acaso esta sea una de las claves de la hostilidad contra el catolicismo. Quienes profesan una impostada generosidad por cuenta ajena difícilmente soportan la visión de los verdaderos generosos. Quienes viven del cuento y de las cuentas públicas no soportan las noticias de esos héroes cercanos y cotidianos a quienes impulsa su fe en Dios y en la vida eterna.

Lo cierto es que marginados y pobres no acuden precisamente a la beneficencia del Estado, contradicción en los términos. Al parecer, saben distinguir entre quienes predican y quienes dan trigo. Naturalmente, todo ello no significa que todos los políticos y políticas sean similares, que no lo son, pero sí significa que la solución de la cuestión social depende infinitamente más de la generosidad de la ciudadanía de que las políticas macroeconómicas. En este sentido, no le falta alguna razón a la exageración liberal que sostiene que la mejor política económica es la que no existe. El mismísimo Al Capone sería un terrible ministro de Hacienda, pero me temo que Robin Hood no sería mucho mejor. Lo que la injusticia estatal estropea sólo lo enmienda la generosidad privada. Y este capítulo le corresponde a la Iglesia católica la medalla de oro de la beneficencia, medalla que seguimos esperando en el Principado de Asturias a la hora de los Premios Internacionales. No es extraño que el Gobierno anuncie una nueva ofensiva laicista cada tres por dos. Suponemos que le va mucho en ello.

MARIANO GALIÁN TUDELA

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Por María Beatriz Muñoz Ruiz