Por Bruno Sabella
El mar es un medio hostil por esencia a la naturaleza humana. Nadie retornaba indemne de una serie de viajes ultramarinos, luego de enfrentar tormentas, piratas, rebeliones, enfrentamientos con los indígenas, condiciones insalubres, y todo tipo de peripecias. Algunos llegaban cojos por lesión de un pie o de la cadera; otros tuertos, a veces sin un dedo, una mano o un brazo, con encías inflamadas y dientes estropeados. Existen muchas crónicas históricas que nos cuentan lo difícil que era navegar en aquellos tiempos, cuando los hombres pasaban meses en el océano, muchos de ellos morían de hambre y de enfermedades, otros desertaban, quedándose en tierra o suicidándose.
La vida de un marinero era sacrificada y estaba marcada por la soledad y la miseria. El barco era la casa del marinero, su primera residencia. El escritor español Pablo Emilio Pérez Mallaína señala en uno de sus libros que “estar en un barco ya de por sí era un duro castigo, se equiparaba barco con prisión”. Un preso nada tenía que envidiar a un marinero en cuestiones de espacio. En los viajes a las Indias del siglo XVI las Carabelas rondaban las 60-80 toneladas de arqueo y las Naos unas 100.
El libro “Los hombres del océano. Vida cotidiana de los tripulantes de las flotas de Indias. Siglo XVI”, de Pérez Mallaína, pretende que el lector se meta en la piel de los marinos que cruzaban el océano Atlántico en los años gloriosos de la marina a vela. Según Pérez Mallaína, eran lugares de duro trabajo, pero también sitios donde comer, jugar a los naipes o cantar, en suma, espacios de vida, pero también de muerte.
En esos reducidos espacios iban decenas de hombres durante muchas semanas sin tocar tierra. Las Naos, por ejemplo, disponían de una sola cubierta a la que se le colocaban sobrecubiertas y toldas para proteger en alguna medida a la tripulación y al pasaje. Estos buques apenas disponían de un par de cámaras bajo cubierta, de muy reducidas dimensiones, destinadas preferentemente al maestre, al capitán o a algún pasajero especial.
También había otros residentes, no invitados, eran las ratas y ratones. En este caso daban lugar a entretenimiento (a la caza del roedor) y alimento. Otros compañeros de viaje eran insectos, cobijados en ropas, maderamen y cuerpos. Cucarachas, chinches y piojos eran los habituales. En el siglo XVI, los barcos fueron aumentando de tonelaje y se fue intentando dar más espacio. Pero al ser mayores, también aumentaba la tripulación con lo que el espacio/persona no ganaba mucho. En suma, la comodidad, la intimidad y la higiene eran imposibles.
En el Atlántico se impuso el Galeón, la embarcación más apropiada para las aguas bravas y largas travesías, artillado especialmente en las bandas de babor y estribor con algunas piezas a proa y popa. Eran los barcos más poderosos y por lo general en las flotas iban acompañados y auxiliados por otros de menor envergadura y calado. Jacques Brosse, en su libro “La vuelta al mundo de los exploradores”, proporciona interesantes datos sobre los navíos de la época. Sostiene que el tipo de buque ideal para la circunnavegación solo aparece después de 1750, gracias a progresos de la construcción naval que permiten afrontar condiciones meteorológicas adversas. Pero señala también las persistentes dificultades para la navegación: las expediciones no contaron generalmente con embarcaciones nuevas, sino con naves deterioradas; la navegación a vela dependía del favor de los vientos; faltaban mapas fiables; era difícil determinar con precisión la distancia recorrida y el agua potable se pudría.
Navegar cerca del litoral daba tranquilidad (aquello de ver tierra), pero era lo más peligroso, (bajos, rocas, arrecifes), así que ante problemas era mejor adentrarse en alta mar. El “fuego a bordo” era otro peligro, eran barcos-combustible ya que de ellos todo podía arder. Tras caer el sol y en temporales el fogón se apagaba. Los trabajos generaban riesgo de accidentes, el peor de ellos era caer al agua ya que aquellos barcos no maniobraban fácilmente y el resultado solía ser nefasto. Las epidemias eran otro severo problema.
Uno de los peores enemigos de los navegantes del siglo XVI era el escorbuto, también conocida como la peste de las naos, una enfermedad que provocaba una muerte lenta y dolorosa. Los marineros al empezar a notar sus síntomas se avergonzaban de haberlo contraído y trataban de ocultarlo. Sentían un enorme cansancio, las encías se hinchaban y sangraban. El cuerpo empezaba a descomponerse y desprendía un fuerte olor.
El escorbuto atacaba a los marineros cuando llevaban meses sin tocar puerto. La falta de vitamina C y alimentos frescos provocaba esta horrible enfermedad. Al médico británico James Lind se lo recuerda como el hombre que ayudó a conquistar esta enfermedad devastadora. Su experimento a bordo de un buque naval en 1747 mostró que las naranjas y los limones podían curar el escorbuto. El médico naval Gilbert Blane, a finales del siglo XVIII consiguió que la Marina británica incluya cítricos en la dieta de las tripulaciones para prevenir el escorbuto.