Los "Adagios" de la última noche del año en Villanueva del Río Segura. El ritual de "echar los años"

Emilio del Carmelo Tomás Loba
Cronista Oficial de Villanueva del Río Segura

Es evidente que el concepto de Nochevieja de esmoquin y cotillón actual se alza como algo muy alejado y evolucionado a como tenía lugar en nuestro inmediato pasado o en ese “ocaso de la vida tradicional” que vaticinó el profesor Flores Arroyuelo, allá por los años ochenta del siglo pasado, cuando las formas de conducta habían determinado en el periodo de la transición y democracia, cambios aparejados de forma paralela a un olvido de lo que había sido una forma de ser y entender el medio campesino con sus propios valores identitarios.

  Lo cierto es que la llegada de pequeños aleteos tecnológicos vía transistores de radio, y poco a poco, televisores, hizo que el verdadero divertimento y fin de la celebración de la víspera de Año Nuevo quedara solapada por una Nochevieja de uva y cotillón que en poco o nada tenían que ver con lo tradicional extendido por la geografía nacional.

  Villanueva del Río Segura no ha sido una población ajena a esta práctica social y festiva de antaño. Es así que el día de la víspera de Año Nuevo, los más jóvenes (y no tanto), con las luces vespertinas, daban en juntarse en la plaza del pueblo o en alguna casa particular para “echar los años” y así leer los “adagios”. Un “adagio” consistía en una frase que lejos de ser lapidaria, estaba más cerca de la socarronería, rica en contenidos picantes para provocar la risa, donde incluso el “adagio” podía estar compuesto por un pareado con rimas muy básicas.

  Lo cierto del asunto es que hombres y mujeres jóvenes, casaderos, y también maduros, asistían a este ritual social para echar unas risas y cumplimentar el emparejamiento azaroso de mozos, mozas y gentes de cierta edad que no habían conseguido encontrar la felicidad conyugal a través del matrimonio. ¿Por qué decimos esto? Pues porque el rito de “echar los años” consistía en apuntar los nombres de varones en papeles que eran depositados en una bolsa, al igual que se procedía con otra bolsa que contenía el de mujeres, sendas bolsas que eran complementadas por una tercera que era la que portaba los “adagios”, algunos más acertados y otros ciertamente incómodos.

  En Villanueva del Segura, este momento era esperado tras la eclosión festiva de los cuatro días de Navidad: 25, 26, 27 y 28, este último, día de los Inocentes, y el posterior descanso de los días 29 y 30 de diciembre. Lo cierto es que el día de Año Nuevo, según nos contaba Antonia López Gómez (q.e.p.d.), en la puerta de la Iglesia, eran depositados, esparcidos por el suelo, los emparejamientos con su respectivo “adagio”, motivo de sorna, risas y comentarios con nada más ni nada menos que un año de duración hasta la siguiente víspera de Año Nuevo, fecha en la que se “echarían los años”.

  Muchos de los lectores se preguntarán por qué la procacidad era una de las tónicas habituales en este ritual (por cierto, muy del gusto de todo el mundo excepto cuando uno mismo era el objeto del “adagio”), pues porque no solo había mozos y mozas, zagales y zagalas jóvenes y casaderos, sino porque también había viudos, viudas y también algún que otro discapacitado (que es como se dice ahora…, entonces, era “el tonto o la tonta’el pueblo”), elevando así el tono soez de las burlas. Si a este aspecto de emparejamiento virtual se unía la frasecica del “adagio”, los ratos llegaban al alcanzar el clímax esperado…, sin más pretensiones que pasar un momento agradable entre risas y carcajadas.

  Sea como fuere, no dejaba de ser una fiesta que reunía y englobaba a la población villanovera o villanovense, como en cualquier otra localidad, mediante un ritual bello, de carácter social y también como herramienta o instrumento de iniciación de algún que otro noviazgo como así tuvo lugar, surgido tras la fortuna de los “adagios” y el emparejamiento ritual a través de “echar los años”.

  El tema de las uvas, las campanadas, los cotillones… son harina de otro costal. Nosotros subrayamos y engrandecemos una tradición que, tal vez, no debiera haberse perdido nunca, sin que por ello evolucionáramos hacia otras lindes en la expresión festiva de la última noche del año. Al menos, aún nos queda la memoria como forma de preservación intrahistórica.

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