Lorca

Pregón Virgen de las Huertas 2009

Ser pregonero de unas fiestas es siempre una labor en la que concurren a partes iguales el agradecimiento y la responsabilidad. Uno tiene que agradecer que sea depositario de la confianza de los vecinos para abordar este hermoso cometido, pero también tiene como labor intentar resumir en unos pocos minutos todo lo que representa un barrio y unas fiestas. Pero ni el barrio de la Virgen de las Huertas es un emplazamiento anónimo de entre la fértil geografía lorquina, ni nuestra feria chica es una celebración más para el acervo cultural de esta ciudad. Así pues, el pregonero que en esta hermosa noche ha tenido la suerte de presentarse ante vosotros tiene una complicada labor por delante, que se cimenta sobre dudas razonadas, pues ¿cómo es posible glosar en unas pocas palabras tantos momentos vividos en la Virgen de las Huertas?, ¿cómo reunir en un breve discurso toda la admiración que los vecinos despiertan en uno?, y, sobre todo, ¿cómo hablar de nuestra Patrona sin ser poseído por ese dulce amor que del corazón de cualquier lorquino brota cuando recuerda a su Virgencica?

Tantas y tantas cosas, tantos momentos y tanto amor tienen que brotar de la voz agradecida de quien goza del honor de haber sido invitado por los vecinos para acometer tan encantadora labor. Y puesto que pregonar supone anunciar, difundir, notificar la buena nueva de fiestas y alegría que por el calendario asoman, quiero yo, en la apacible noche lorquina, que sea mi pregón un canto a este barrio, a sus vecinos y, sobre todo, a nuestra Virgen de las Huertas; que reúna la amalgama de sentimientos que desde la infancia han brotado en mí por estas tierras; que sea, al fin y al cabo, una sincera muestra de inmenso amor hacia un rincón de Lorca y hacia una parte de su Historia.

Afloran en mí profundos sentimientos por todo lo que a la Virgen de las Huertas atañe, sentimientos fraguados en la tierna infancia y que han crecido conmigo a lo largo de todos los años de mi vida. Pero no puedo vanagloriarme por ese sentir, creerme único o especial, puesto que todos los lorquinos profesamos una misma pasión, un querer que nos une y nos hace únicos: compartimos un algo inefable que es más que devoción o amor y que conduce firmemente nuestros pasos hacia la Patrona. ¿Cómo no estremecernos también ante un barrio que protege a esta divina figura y que celebra con tremenda alegría la llegada de su festividad? Pero esta admiración no es fruto de la casualidad ni del azar, sino que está profundamente ligada a los más apasionantes episodios de la Historia de nuestra ciudad y a todos aquellos hechos que han configurado Lorca como el excepcional lugar que hoy es.

Remontémonos al pasado, avancemos por los mayúsculos renglones de la Historia e imaginemos este mismo lugar desprovisto de todo lo que la civilización ha erigido. Retrocedamos setecientos sesenta y cinco años, levantemos los cimientos de esta plaza y de este convento y hagamos crecer sobre la tierra la inmensa huerta lorquina. Corre el año 1.244 y el infante Don Alfonso, aquel que la Historia daría el título de Rey Sabio, llega hasta este lugar con un único objetivo: tomar la fortaleza de Lorca. Imaginemos a los caballos descansando tras el largo viaje, las tiendas de campaña brotando por doquier y las banderas y pendones alzadas hacia el caluroso cielo del sur, esperando que el fragor de la batalla inminente les devuelva la vida. Lleva consigo el príncipe una talla antiquísima que, escondida en Zamora, sobrevivió al dominio musulmán. El padre Morote nos retrata la escena de esta manera:

“Luego que se fija la Tienda Real, que servía de Oratorio, se coloca en medio de su Altar esta imagen tan hermosa y bella; y ofreciendo en sus Aras religiosos cultos y sacrificios al Señor de los Ejércitos, rinden y consagran sus corazones a la Madre de las Misericordias, invocándola en aquella imagen tan sagrada”.

Alfonso implora a la Virgen su protección para abordar la batalla y, confiando en Ella, toma el castillo, quizá, como dice la leyenda, amparado por el milagro mariano, quizá, por su pericia bélica. Terminada la conquista y “reconociendo el Príncipe Sabio”, como nos dice el padre Morote, “el beneficio tan grande recibido de la mano del Señor por la intercesión de la Madre de Dios, determinaron de sentir común fabricarle Templo a la Santa Imagen en aquel mismo lugar en donde fueron oídas las oraciones de aquellos devotos Príncipes y de aquellos valerosos Soldados”.

El padre Ortega describe en sus Crónicas que “luego que entró en esta ciudad dicho Príncipe, sobre las muchas mercedes que se dignó de franquearle, fue sin duda la mayor el dejarle esta Santa Imagen, prenda tan de su real efecto. Agradecidos y devotos los ciudadanos de Lorca, fabricaron a la Santa Imagen una ermita (…) que cae al oriente de la ciudad, distante un cuarto de legua de sus muros”.

Sobre el mismo emplazamiento que ocupara la Tienda de la Real Capilla se edificó la primigenia ermita, que contaba, según Morote, con un largo de veinte varas y poco menos de diez de ancho y una puerta estrecha de entrada coronada por una torre, todo ello decorado con arcos de obra polilobulados, al estilo árabe. En su inauguración participaron los más ilustres hombres del Reino, realizando una solemne procesión en la que portaban sobre sus hombros la imagen santa de la Virgen de las Huertas, como hoy seguimos haciendo.

Pasaron los años y en 1.466, mediante bula del Papa Paulo II, se asientan los franciscanos en tan piadoso emplazamiento, confirmándose la fundación en 1.467 por el Obispo de Cartagena. Pero en 1.653, la funesta riada que sufrió nuestra ciudad arrasó la ermita, quedando solo la Piedad que aún se conserva en el zaguán. Sin embargo, el amor hacia la imagen de la Virgen de las Huertas hizo que muy pronto el templo se levantara de nuevo desde sus cimientos; los restos de la ermita primitiva fueron utilizados para erigir la capilla para la imagen de la Virgen, mientras la torre sirvió como basamento de la nueva torre. Sería en 1.670 cuando se levantarían el claustro y la escalera de acceso a su parte superior; siete años más tarde se realizaría el camarín de la Virgen, y ya entrado el décimo octavo siglo llegaría el antecamarín.

Pero la centenaria historia de nuestro templo no acaba ahí: la desamortización en 1.835 y la posterior compra por Bartolomé Ortiz, párroco de San Patricio, Antonio Pérez de Meca, Conde de San Julián, y Eulogio Saavedra, quienes devotamente devolvieron el Convento a los franciscanos; la caída de la torre en 1.901 y su posterior alzamiento, con la construcción de la capilla de los Condes de San Julián y la lápida de Benlliure; y en 1.936 la destrucción de esculturas y retablos durante la guerra fraticida que dividió España en dos y que se llevó la antigua imagen de la Virgen de las Huertas.

Nunca ha sido fácil la persistencia con vida del Convento. Los desastres naturales, las épocas de penurias, la fatalidad, han amenazado sus cimientos muchas veces durante el lento pasar de los siglos. Y, sin embargo, aquí sigue, en pie, levantado una y otra vez sobre sus mismos cimientos. Alzado en la noche, dando cauce a nuestro sentir. Aquí está la amada casa de nuestra Patrona, que ha dado cobijo al sentimiento de los miles de lorquinos que, como Alfonso X, en Ella confiamos, en Ella creemos, a Ella nos entregamos. Cada vez que Lorca se enfrentó a una batalla, los guerreros imploraron a la Virgen. Cuando la sequía atenazó nuestra huerta, los campesinos imploraron a la Virgen. Cada vez que algún problema lastró el pensamiento de cualquier lorquino, este imploró piadosamente a la Virgen.

Como escribiera el Padre Morote, de todas las maravillosas propiedades existentes en la ciudad, de ninguna ha disfrutado Lorca como de

“la mística Torre y Real Alcázar de la antiquísima y milagrosa Real Imagen de Nuestra Señora de las Huertas (…) que dejó el Rey Sabio en su conquista. Porque, ¿qué otra cosa es aquella elevada columna del marfil terso de su Cuello que una Torre por cuyo medio logran la vida los hombres, y a cuya vista admiran su hermosura los Ángeles? Es esta Imagen Sagrada el Alcázar que, colocado en medio de estos jardines y amenos huertos, de desierto de Sión, le hizo huerto ameno de Dios, donde logran las almas, alabando a su Creador, el gozo y la alegría, desterrando de este sitio el gemido y el dolor”.

Razón de sobra llevaba este noble historiador, puesto que ¿qué mejor protección para Lorca que una Madre tan amorosa? ¿Qué mejor luz de guía que su mirada serena? ¿Qué mayor consuelo que sentirnos dignos de recibir su protección? ¿Qué mejor, me pregunto, que ser hijos suyos y reunirnos con júbilo para festejar en su honor?

Porque la grandeza de Lorca reside en que es el resultado de personas distintas a lo largo de los siglos, hombres y mujeres diferentes que, sin embargo, hemos compartido siempre una misma devoción hacia nuestra Patrona.

Mis palabras han sido cimentadas hasta el momento en las hermosas leyendas que sobre la constitución de nuestro convento nos legaron las plumas ilustres de eruditos como Vargas, Ortega o Morote, a quienes la Historia moderna ha juzgado en demasía por no ser, según se dice, “fieles con la realidad”. Ahora quiero contaros lo que yo viví en primera persona hace apenas unos años.

A finales de los noventa, hace poco más de una década, yo no había entrado aún en la escena política, y ni siquiera podía soñar con que algún día los lorquinos depositarían en mí su confianza para ser Alcalde de Lorca, un honor del que llevo dos años gozando. En aquella época era yo Vicesecretario de la Consejería de Educación y Cultura de la Región de Murcia y, desde ese cargo, tomé como una de mis prioridades la restauración del gran patrimonio artístico que alberga nuestro Convento. Somos todos conocedores del incalculable valor que atesoran las obras custodiadas por este templo, obras como las pinturas de la Iglesia, del antecamarín de la Virgen o ese “sermón plástico” de tanta belleza y perfección como el que decora la escalera de la Tota Pulchra. El estado lamentable en el que se encontraban las infraestructuras que dan cobijo a estas obras nos hizo abordar desde la Consejería una serie de trabajos que contribuyeron a mejorar el estado de tan histórico lugar. Recuerdo, por poner un ejemplo, cómo se encontraban los cimientos de madera de la propia Tota Pulchra, carcomidos y a punto de hundirse.

Durante el transcurso de la restauración fue mucho lo que aprendí sobre los orígenes centenarios de este Convento. Pero recuerdo con especial aprecio un episodio que marcó esa restauración y que nos hizo cambiar todos nuestros juicios sobre la historia de este recinto sagrado.

Había pasado un día en Madrid, donde tuve que desplazarme por motivos laborales para mantener una serie de encuentros. Era ya de noche y yo viajaba hacia Lorca conduciendo cuando sonó mi teléfono: era Miguel San Nicolás del Toro, arqueólogo encargado de la restauración del Convento. “Paco, ¿por dónde andas?” me preguntó, y noté un cierto nerviosismo en la voz de este hombre, lo que me sorprendió en él, siempre tan calmado. “Estoy bajando de Madrid”, le contesté, “¿es que ha pasado algo?”, porque me estaba temiendo lo peor: que hubiera sucedido algún problema grave durante la restauración. “No, no. ¿A qué hora llegarás a Lorca?”, “No sé, de madrugada. ¿Pero qué pasa?”, “Ven a la Virgen de las Huertas en cuanto llegues, sea la hora que sea”. Así me dejó Miguel, con la duda en la mente, conduciendo hacia Lorca sin saber qué había sucedido.

Eran las dos o las tres de la mañana cuando regresé a Lorca, y me vine directo hacia el Convento. En la puerta me esperaba Miguel y el resto del equipo técnico de la restauración. Pero ya no estaban nerviosos, sino que la inquietud había sido sustituida por una sonrisa dibujada en cada cara. Entramos en el templo, alumbrando con linternas, y allí me descubrieron el hallazgo que habían hecho. Durante los trabajos habían encontrado, ocultos tras un muro, tres arcos polilobulados, de estilo puramente arábigo, y tras uno de ellos, un angosto corredor. Esos arcos, tapiados en alguna de las restauraciones del Convento, eran los que habían descrito Vargas y Morote, los de la primitiva ermita. La leyenda, tantas veces puesta en duda, tantas veces criticada, se nos había revelado como cierta. El Convento había sido erigido sobre los restos del primer templo. Casi ochocientos años después comprobamos que los primeros historiadores de la ciudad decían la verdad.

Pero todavía es mucho lo que nos queda por descubrir del Convento de la Virgen de las Huertas. Sus muros centenarios siguen custodiando secretos históricos sobre nuestra ciudad y sobre nuestra Historia. Por ello tenemos que reivindicar el hogar de la Patrona como uno de los más interesantes emplazamientos de Lorca y de la Región de Murcia, y como un objetivo digno de merecer toda la atención turística. Mi compromiso con este objetivo es total, y os puedo asegurar que con el tiempo, lograremos seguir esclareciendo las verdades del Convento, que, al fin y al cabo, son parte ineludible de nosotros mismos.

Por eso, cuando pienso en el futuro, no ya lejano, sino inminente, y recreo cómo va a quedar la entrada al barrio de la Virgen de las Huertas, no puedo menos que creer que esa nueva concepción va a revitalizar que tanto los turistas como los propios lorquinos tengamos una más accesible y encantadora llegada hasta este dulce lugar. Con la reforma total de la Alameda de la Virgen de las Huertas y la cubrición de la Rambla de los Patos se creará un corredor ideal que facilitará el acceso hasta esta misma plaza del Rey Sabio en la que nos encontramos. Además, con la creación de las vías verdes que, partiendo desde aquí, abrazarán la huerta lorquina, quedará nuestro amado templo como núcleo de un itinerario excelente en el que podremos disfrutar de las bondades que esta parte del sur de Lorca nos ofrece. Es este un proyecto inminente que, como Alcalde y como lorquino, creo que va a ser fundamental para estrechar aún más los lazos que deben unir el centro de la ciudad, este barrio y las pedanías de la huerta.

Puedo imaginar en noches como esta el nuevo paseo de acceso a la Virgen de las Huertas, los lorquinos bajando a festejar su feria chica, disfrutando de todas las maravillas que estas fiestas nos ofrecen y, sobre todo, disfrutando de la mirada de nuestra Patrona. Porque, como escribiera Eulogio Saavedra el 8 de septiembre de 1.861 en el periódico El Lorquino:

“Día es hoy de gala y regocijo para nuestra población, porque celebra una de esas fiestas especiales en las que la piedad, las glorias del país y la tradición concurren de consumo en los pueblos a promover general entusiasmo”.

Bien dice Saavedra, pues entusiasmo general es lo que los lorquinos sentimos por esta feria firmemente anclada en nuestra ciudad, y que desde 1.685 se viene celebrando, toda vez que el Concejo de Lorca consiguió que la festividad de San Martín se trasladara hasta esta fecha para que coincidiera con el día de la Virgen. Desde entonces y hasta ahora, los lorquinos nos hemos reunido en estos primeros días de septiembre en nuestro barrio, hemos jugado de críos con las pelotas de goma, hemos probado el turrón y el anís ya de mayores, hemos participado en los actos religiosos en honor a la Virgen de las Huertas y la hemos acompañado en su procesión, del mismo modo que nuestros antepasados hicieran durante la inauguración de la primitiva ermita. Por todo ello, no podríamos comprender Lorca sin haber disfrutado de estas fiestas tan bien hechas.

Por eso, como Alcalde, como Pregonero y como lorquino, quiero felicitar y dar las gracias a todos los que tanto trabajáis para que estas fiestas sean posibles. Sea pues mi agradecimiento para la Asociación de Vecinos, la de Mujeres, la Juvenil y la de Mayores, los Coros y Danzas de la Virgen de las Huertas, los Padres Franciscanos, los Mozos del Convento, la Banda de Tambores y Gaitas “Beato Fray Pedro Soler” y, por supuesto, la Hermandad de la Virgen de las Huertas. Sin vosotros no es que la feria chica fuera muy diferente, no; es que no existiría. Gracias por uniros y crear esta celebración, por acogernos con amabilidad, por hacer todo lo que hacéis para que nos sintamos como en casa en esta casa de todos los lorquinos.

La noche ha seguido avanzando, imparable, mientras que este pregón, que agota ahora sus últimas líneas, ha ido desarrollándose, compartiendo con vosotros sus secretos y sus sentimientos. Al comenzar os confesé que un pregonero tiene que profesar siempre agradecimiento por permitirle ser la voz que anuncie la buena nueva de las fiestas. Ahora puedo decir que es mucho más lo que en mi interior siento, más que el agradecimiento, más que la gratitud. Lo que se despierta en mí por haber tenido la oportunidad de estar aquí es algo que no se puede explicar con palabras. Por haberme permitido participar en este festejo, os doy las gracias. Por haber escuchado lo que este barrio, este Convento y esta Virgen suponen para mí, os doy las gracias. Por haber confiado en mí, os doy, de corazón, las gracias. Estoy y estaré siempre en deuda con todos vosotros.

Y para nuestra Virgen de las Huertas, solo encuentro una forma acertada de despedirme y despedirnos todos con ella en esta velada. Tomaré como propias las palabras del Cantar de los Cantares para decir:

“Oh Madre amorosa, que con piedad habitas en las huertas, los amigos con amor y devoción te escuchamos: haznos oír tu voz”.

Por favor, haznos oír tu voz y guía nuestros pasos por el mundo. Porque en ti confiamos.

Gracias, muchas gracias.

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