Sociedad

Bajo las luces de la ciudad

La noche caía lentamente sobre la ciudad, bañando los rascacielos con tonos naranjas y violetas. En la terraza de un exclusivo gimnasio en el centro, dos hombres compartían una rutina de entrenamiento que era mucho más que una simple sesión de pesas. Entre miradas cómplices y sonrisas cargadas de intención, Adrián y Marcos forjaban un lazo que trascendía el acero de las mancuernas y las máquinas de ejercicio.

Adrián, un entrenador personal de treinta y dos años, tenía una presencia imponente. Su piel morena brillaba con el sudor del esfuerzo, y su barba bien cuidada enmarcaba una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera. Marcos, por otro lado, era un arquitecto de veintiocho años, alto y de músculos bien definidos, con unos ojos verdes que reflejaban una combinación de determinación y deseo.

Se habían conocido meses atrás cuando Marcos, recién mudado a la ciudad, decidió inscribirse en el gimnasio en busca de algo más que una rutina de ejercicios. Desde el primer día, hubo una chispa entre ellos. No tardaron en entablar conversaciones que pasaban de simples recomendaciones de entrenamiento a charlas profundas sobre sus vidas, sus miedos y sus sueños. Sin embargo, aunque la conexión era evidente, ninguno había dado el primer paso. La duda los envolvía: ¿Era mutuo el sentimiento o solo una interpretación errada de sus gestos y miradas?

Aquella noche, después de un exigente entrenamiento, Adrián propuso algo distinto.

—¿Te apetece dar una vuelta? —preguntó, secándose el rostro con una toalla.

—¿Después de esta paliza? —bromeó Marcos, riendo—. Vale, pero solo si hay algo de comer en el camino.

Caminaron juntos por las calles iluminadas, deteniéndose en un puesto de comida callejera donde compartieron hamburguesas y anécdotas de su infancia. Entre bocados y risas, la tensión entre ellos crecía, palpable como la brisa nocturna que les acariciaba la piel. Sin embargo, justo cuando la conversación parecía llevarlos hacia algo más profundo, Marcos desvió la mirada, nervioso.

—No debería estar aquí —murmuró, removiendo distraídamente las sobras de su comida en la servilleta.

Adrián frunció el ceño.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé... Hace unos meses salí de una relación. No pensé que volvería a sentir algo por alguien tan rápido.

Adrián asintió despacio, comprendiendo.

—No hay prisa, Marcos. Pero tampoco hay que negar lo que sentimos.

El arquitecto soltó una risa breve y lo miró de nuevo.

—Siempre tan directo, ¿eh?

—Es parte del entrenamiento —dijo Adrián, guiñándole un ojo—. El cuerpo no avanza si la mente pone excusas.

Marcos negó con la cabeza, divertido, pero no respondió. La conversación viró a temas más ligeros mientras continuaban su paseo, aunque la tensión seguía flotando en el aire. Finalmente, al llegar a un mirador que dominaba la ciudad, se quedaron en silencio. La vista era impresionante, pero ninguno de los dos la miraba. Sus ojos estaban fijos el uno en el otro.

—Hace tiempo que quiero hacer esto —murmuró Adrián antes de dar un paso adelante.

Marcos no se echó atrás. Al contrario, lo recibió con un beso que fue tan intenso como inevitable. Sus cuerpos, acostumbrados a la fuerza y el control, se relajaron en un abrazo sincero. No había más dudas ni miedos. Solo el vértigo de un amor que apenas comenzaba, pero que ya se sentía eterno.

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