Déjenme que le cuente una pequeña historia, una de esas que como todas tiene un principio y que desgraciadamente llegaba a su final con una ovación cerrada de un público henchido de emociones, extasiado de sentimientos, en pie, para agradecer en la medida de lo posible lo que había acontecido en el auditorio Villegas. Mis ojos contemplaban la profundidad descrita por Dante, la imaginación de Einstein, o la oratoria de Sócrates, todo aderezado entre notas y acordes, entre conjunciones y disoluciones, la música como una catarata incesante, tan pronto te elevaba hasta el punto de poder sentir el cielo en la yema de los dedos, como te hacía descender, una montaña rusa tan necesaria para el alma como el agua para la vida. Un despliegue de notas, como solo, y nunca mejor dicho solo, a los tocados por la varita de los dioses les corresponde. ¿Qué mejor camino para un filósofo que el hallazgo, el descubrimiento de aquello que no alcanzaba a imaginar y que dejaba ampliamente superadas las expectativas planteadas?
Constantino Martínez, transformado por su varita mágica, dejaba constancia de su genialidad en la dirección: un escultor del sentimiento, un pintor de ideas que hace del escenario su lienzo y de cada instrumento la gama perfecta de colores, de una paleta donde no sobra ni falta nada. Un chamán de la orquesta que te pone en contacto en cada una de sus palabras, con cada uno de sus movimientos, y cada uno de sus temas propuestos, con el mundo de los eternos, un enviado para salvar del crematorio, a la simpleza de la vida, a la congestión de los quehaceres. La mirada de un genio que, poseído por un elixir indescifrable para los mortales, señalaba el camino de los sueños. Aerófonos, membranófonos, cordófonos, idiófonos, electrófonos, de forma individual, en pequeños grupos o todos juntos , que como las más perfectas pinceladas de Miguel Ángel se entremezclaban creando un clímax inimaginable. Los tempos, los sonidos y los silencios, se introducían por los tímpanos hasta llegar al último y más recóndito lugar de nuestro cuerpo y nuestra mente. Caricias del alma, una magistral actuación de uno y cada uno de los miembros de esta bendita orquesta, que tan pronto comenzaba la actuación marcaba su impronta con la voz iluminada, desplegada para interpretar Dune, una composición peculiar donde las haya y una creación magistral del gran Hans Zimmer. Seguidamente, nos sorprendía con la pasión de sus músicos entonando una leyenda, como un coro de ángeles que te señalan la latitud exacta de los cielos en la tierra. La Lista de Schindler, una explosión de melancolía y tragedia, una melodía que te hacía estremecerte hasta el infinito, recordando los acontecimientos más trágicos del infierno nazi, del campo de Auschwitz, del empresario que se convirtió en héroe Oscar Schindler. Interpretado como solo a una diosa del violín le corresponde, Afrodita había poseído al concertino, cada movimiento del arco, cada pincelada, marcaba la impronta de una diosa que define a la perfección la belleza en su obra en el mundo.
Son tantas las emociones, sensaciones y sentimientos que estimulaba el espectáculo que estábamos disfrutando que mi tío y yo no podíamos evitar inundar de agua bendita, en forma de lágrimas, algunos de los compases que se estaban manifestando en un mundo, en un ambiente más propio de lo onírico que del mundo de los humanos, tan despiadado a veces, que nos hace olvidar que entre nosotros, entre los cientos de millones, hay unos cuantos que nos recuerdan que la creación y la magia también nos son propias. Una y mil veces pagaría la entrada para Tarab, un misterio que te hace recordar, si algún día lo olvidaste, que la vida es un regalo que no nos podemos permitir desperdiciar.
Juan Francisco Nortes Martínez. Docente, filósofo y escritor.